Fangoria, Canciones Para Robots Románticos



Siguen fieles a su credo fundamental Olvido Gara y Nacho Canut en el duodécimo álbum de Fangoria: primar un gélido raciocinio sobre la emoción real —recordemos que en el extremo opuesto a Pegamoides, durante la dichosa Movida, estaban los grupos llamados babosos por su conservadurismo sentimental— y no moverse de un reiterativo dogma estilístico. Pero eso que llamamos vida, un desfile de contratiempos cuando llega cierta edad, se entromete en los planes de la irrompible pareja artística. Solo así se entiende que los paladines del escapismo disco-techno inauguren Canciones para robots románticos con un réquiem, la magnética Disco Sally, por aquella ancianita neoyorquina que al quedarse viuda decidió instalarse en Studio 54. Allí fallecería bailando de madrugada, mientras retumbaba unos de esos subidones discotequeros que propician el éxtasis artificial, revivido aquí como si viajaran al siglo pasado.

El problema no es que reincidan en un lenguaje que no ha evolucionado en veinte años de lustrosa trayectoria —por mucho que recurran a Guille Milkyway, joven perpetuador del espíritu hedonista de los 80, para facturar la primera mitad del disco—, si no que el retrofuturismo les ha adelantado. Lo que entonces podía sonar a ocurrencia visionaria hoy produce sensación de mil veces escuchado. Y no se trata de una observación genérica, pues su coetáneo en el rock’n’roll con mucha actitud, Loquillo, tampoco ha renovado sus principios discursivos. Pertenecen a una generación que vive ese pico de reconocimiento histórico que quizás avisa de que las baterías se están agotando. Que Alaska sea una de las mujeres más icónicas de España se debe a que detrás de esa llamativa superficialidad hay una mente bien amueblada, flamencos de plástico rosas incluidos. También a que una parte de la ciudadanía anhela que el linaje de las folclóricas se redima en posmodernidad, el melodrama se envase al vacío.

La farsa para pistas de baile ilustradas o lumpen, qué más da, sigue cargando sus mejores disparos: Geometría polisentimental es intachable muestra de cómo comprimir un vigoroso artificio rítmico, con su escalada vocal de diva ibicenca, que te devuelve a alguna vetusta aparición televisiva de Dinarama y al mismo tiempo te planta en el aquí y ahora. Un poco como le está pasando a este país en los últimos tiempos. Otra viñeta destacable, envuelta como el resto en uno de esas portadas que primero motivan una sonrisa cómplice y al rato empiezan a agrietarse patéticas, es La marisabidilla, el escorpión y la que quita la ilusión, retrato de los cenizos aguafiestas que tanto proliferan en nuestro cainismo antropológico. La segunda mitad del álbum, supervisada por Jon Klein, altera el tono y se pone seria, tocando fondo en murgas como Delirios de un androide cardado. Suele pasar cuando citas a Corín Tellado y LeCorbusier en una misma función.

En su línea de locuacidad medida pero punzante, Nacho y Olvido se desmarcan ahora de los oyentes de Mónica Naranjo y del Chueca Power. Si llegan a saberlo, no acuden a la fiesta, argumentan. Es la lógica del mundo del espectáculo: cuando el público no se cansa de ti, tú te aburres del público. Su nuevo trabajo no manifiesta este hastío directamente, son ante todo profesionales, pero sí glorifica una fórmula que quizás necesite revisión. Voluntad de resistir, titulan un tema. ¿Y si prueban a mostrarnos lo que sienten realmente, lo que les estremece más allá de lo articulable en ripios y chunda-chunda? No es necesaria la gira acústica y confesional por teatros, solo con olvidar por unos instantes que ‘’el pensamiento pragmático acaba siendo el más práctico’’, como apostilla Mentiras de folletín, honrarían mejor su acomodada madurez.

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